Vuela Palabra

Laboratorio de escritura anual

Textos laboratorio de escritura anual: Casa Índigo (Parte 1)

El día de hoy estoy muy emocionada de compartirles la primera parte de la serie de textos resultantes del Laboratorio de escritura anual que preparan Carla Santángelo y Marina Hernández en Casa Índigo. Me pone muy contenta que traigamos a Vuela Palabra una selección de lo que trabajaron las alumnas ya que admiro mucho lo que hacen las í en todos sus espacios. Mientras siga habiendo proyectos que incentiven la escritura y lectura de las escritoras desde la curiosidad, el interés, la comprensión y el respeto, todo valdrá la pena. 
Disfruten mucho estas escrituras.


Andrea Muriel 

El acto de escribir siempre se ha percibido como un oficio solitario y celoso de su propio hacer. En el imaginario, lxs escritorxs nunca revelan lo que están escribiendo, como si exponerlo cuando aún no está terminado pudiera espantar al genio que dicen que hay detrás. Nosotras no estamos de acuerdo con esta idea de la escritura del genio y de la soledad. Al contrario, nos propusimos que la escritura fuera una casa colectiva donde muchas mujeres pudiéramos vernos, entendernos, reconocernos y apoyarnos en nuestro hacer poético, narrativo y político. Por eso creamos Casa Índigo y nuestro proyecto más comprometido: el Laboratorio de escritura anual.

Los textos que vienen a continuación son fragmentos de los trabajos finales de las alumnas del laboratorio. Durante 9 meses estuvieron investigando sus propias obsesiones literarias, ensayándose en distintos géneros literarios, probando nuevas voces y desafiándose a sí mismas a escribir sobre lo que verdaderamente deseaban, dejando de lado el deber ser y la complacencia. A final de curso pudimos ver los resultados: textos que todavía no son libros, pero que están camino de serlo; historias que se fueron fraguando lentamente en el interior de cada una, siempre con el fuego de las compañeras dándoles el calor necesario para emerger.

Si algo nos enseñó la primera edición del laboratorio anual es que la escritura no es un momento, sino un proceso. Se necesita introspección para traerla a la luz, pero también se necesita de una mano tendida que nos invite a seguir adelante cuando dudamos, cuando no sabemos si merece la pena el esfuerzo o si nuestra historia realmente tiene valor para lxs demás. Carla y yo, Marina, fundadoras y maestras de Casa Índigo, queremos seguir tendiendo esa mano a las nuevas alumnas del Laboratorio, que pronto comienza su segunda edición.

La selección de textos es breve, casi un destello de lo que fueron los proyectos finales de las chicas. Queremos dejar la miel en los labios de cada lectora para que se anime a reconocer en ellos el deseo de su propia escritura.

 

Con amor,

Marina

—las í.

 

 

 

Sara Campos Jiménez, fragmento de Mancha Ocre

Alguna vez fui mía, respondo a esa pregunta incierta que viene de la boca de Elisa, en qué piensas, y yo le devuelvo en un reproche lo que se me escapa de la cabeza. Me dejo caer de su berlina, cargo conmigo una tumba de piel y huesos. Eli se fija en mis manos temblorosas, las escondo en los bolsillos traseros, murmura que al fin hemos llegado. Durante el trayecto apenas hablamos, ella se la pasó comprobando por el retrovisor que su hija no se quitaba el cinturón, o me vigilaba a mí, estoy segura de que subía el volumen de la radio cada vez que nuestras miradas se cruzaban.

El señor Ernando ronda el zaguán, la mano le sirve de visera, nos invita a pasar. Mi prima, cierra el maletero con un golpe seco, su hija, que duerme en la parte trasera, da un pequeño respingo. La tía nos espera a las puertas de la viña, siempre elegante, muy entera, pasaría desapercibida si no fuese por sus grandes gafas color caoba y el abrigo de pieles. Recuerdo que de pequeña me parecía una especie rara de espectro que se hacía presente al final de los eventos como si no le importara llegar tarde, como si viniese de algún lugar realmente interesante.

 

 

Conchi Salas, fragmento de Eroticidades

Recuerdo mirarla con atención, como un cazador a su presa localizando el punto exacto de su cuerpo que iba a ser sorbido por mis labios después de que se despojara de sus bragas con ese descaro con que lo estaba haciendo. Me miraba desde otro lugar ¿sabes?  Me miraba desde otro cielo, desde una época antigua, como si hubiera vivido varias vidas y me hubiese provocado en todas y cada una de ellas del mismo modo como lo estaba haciendo ese día. Esa seguridad en sí misma, esa mirada de autosuficiencia mezclada con la lascivia heredada de todas las mujeres de su estirpe. Y yo esperaba una señal, absorto como estaba y con toda la sangre irrigando mi erección, esperaba que se ofreciera como una diosa. Ahora me siento un estúpido pero, créeme, cuando esa mujer te mira, no hay abismo suficiente.

 

 

 

Mariola Merino, fragmento de Todos los sueños del mundo

Odio ducharme. Solo pensar en la ardua tarea de desvestirme, entrar en la bañera, dejar salir el agua, ajustar la temperatura, mojar mi cuerpo, buscar la esponja y llenarla con jabón, enjuagarme, lavarme el pelo, quitar toda la espuma… La mano pesa al sostener la ducha, tardo siglos en secarme, en encontrar la ropa, en vestirme. Odio ducharme.

Poner la lavadora es un acto titánico. No friego los platos en una semana, a veces los restos de comida crían moho de tanto esperar. No veo la tele. No voy al cine, ¿para qué pagar por algo que no existe para mí, ausente como vivo, inmersa en este Grübelei, este cavilar sin tregua? No tengo hambre, ni logro dormir un sueño reparador… Hace días que no me peino. Ir al supermercado me produce ansiedad.

Cansancio y apatía. Falta de concentración, que me impide hacer las dos cosas que más amo, la lectura y su pariente más próximo, escribir. Y cuando escribo, me hace entrar en bucle, repetir cien veces lo mismo, como si me castigara a  mí misma y me obligara a copiar hasta el hastío la lección que yo me dicto. De esta sensación constante de ir a otra velocidad, más lenta, más träge ––me aparece en alemán; tengo que buscar un equivalente en mi lengua, cosas del exilio––, es decir, más cansina, más densa. Eso es, densa es cómo me siento a todas horas, como si el aire se hubiera transformado en melaza y me costara atravesarlo.

Pastillas de todas las formas, tamaños y colores; aumento de peso que estas producen. Falta de autoestima, odiarme al ver mi imagen reflejada en el espejo distorsionada, extraña, ajena. «Fremd» es la palabra. Desconocida. Soy otra, ya no me reconozco. Esta no soy yo.

 

 

Belén Martín-Ambrosio, fragmento de Piel

Pan y Deniz se envían mensajes. Hablan de cualquier cosa, se reconocen en la respuesta ajena, vibran, humedecen, y finalmente se prometen un viaje a la canela: Deniz llama al timbre.

Pan se cerciora de que Deniz tiene hambre, le anuncia que comerán. En su lámpara de vidriera, una vela untada de salvia ha pintado las paredes de granate suntuoso. Entonces, llegan los cítricos y el bizcocho, y Pan y Deniz, en el suelo, comienzan a lamer.

Pan, melena de castañas dulces, le cuenta a Deniz secretos en la lengua de las mandarinas. Deniz, textura en la piel como de leche, escucha con los poros abiertos de par en par y se le excitan las pestañas. Cuerpos gloriosos comparecen, con todos los nervios escurriendo de placer. Lejos de cualquier cosa que tenga formas, a años luz de los espejos, Pan y Deniz bailan y se corren y celebran y saben a moras y a salsas picantes. Y reverberan.

 

 

 

Verónica Sáez Moragues, fragmento de Magulladuras

Una adolescente se despierta en el suelo de un lavabo.

Es un espacio angosto. El aspecto laminado de las paredes, plagadas de pintadas, y un olor combinado de lejía y orín la sitúan en uno de los módulos de un baño público. Tiene la espalda apoyada en la taza del váter. Sus piernas están estiradas en el suelo y las zapatillas asoman fuera de la cabina, que tiene la puerta entreabierta. Se abraza las rodillas llevándolas hacia el pecho. Deja caer su cabeza entre ellas y cierra los ojos unos segundos.

Al levantarse tiene la sensación de que arrastra otro cuerpo además del suyo. Se acerca lentamente al lavabo y observa su reflejo en el espejo. Nabila tiene una melena larga, oscura y rizada. Su piel es tostada y tiene unos ojos castaños que escupen demasiada beligerancia para una niña de trece años, la impostura de una superviviente. Siente un fuerte dolor recorriendo en espiral su cabeza. Más allá de la cefalea, su aspecto denota tan sólo cansancio. Lleva la misma ropa con la que salió del piso el día anterior. Se palpa el bolsillo interior de la chaqueta vaquera, donde encuentra un billete de veinte euros, unas llaves y el móvil apagado. Presiona el grifo y se lava la cara. El agua fría la reconforta, aunque no consigue abandonar la sensación de estar resbalando por una grieta.

Sale del baño y se topa con el vestíbulo aletargado de una estación intermodal. La conoce bien. Esa calma es señal de que el día apenas está empezando. Gira la cabeza a la derecha y mira hacia los accesos que dirigen a las vías del tren; vuelve a girar ahora a la izquierda, donde está la escalera mecánica que sube hacia Plaza España. No sabe a dónde ir.

O quizás sí.

Nabila cree que tiene que volver a casa.

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