Vuela Palabra

Lucía Rueda

Sé que intento recordar algo cuando me lavo los dientes, poemas de Lucía Rueda

El día de hoy les comparto algunos poemas de Lucía Rueda (Ciudad de México, 1996). Su poesía posa la atención en las conexiones de lo pequeño y lo cotidiano con las emociones, los deseos y la memoria. Hay una intención de desmantelar el acto de lavarse los dientes o el ponerle sal a la comida, y de encontrar en los confines de la infancia, algún pedacito de ellx mismx. Ojalá disfruten estos textos como yo. 

Andrea Muriel

Recuerdo molar

Sé que intento recordar algo cuando me lavo los dientes, pero en la mayoría de los intentos algo duele, me rindo y sólo procedo a terminar y escupir la pasta dental junto con mi saliva, algo de sangre. Observo la manera en la que todo se va por el lavabo. Hay una tristeza en la renuncia del acto, en lo que faltó por alcanzar la raíz. La raíz de una historia que no recuerdo, o que quizá alcancé, pero el ratón viejo que inventaron mi mamá y papá llegó en la noche para arrebatarla de mí y dejarme una moneda de chocolate que funciona como el olvido.

Los cuentos que nos dicen en la infancia son peligrosos, anoto en alguna parte de mi libreta con la moneda entre los dedos. Lo metálico de la envoltura me trae un recuerdo, una sensación que entumece mi mandíbula, lo metálico de la sangre.

Pienso en las fotografías que muestran los dientes que tiene un caimán, pienso que son sus historias más enterradas y me sorprende que estén tan adentro. Es un asombro que quisiera descubrir en mí, que tengo más dientes de lo que me imagino. Los caimanes pueden regenerar sus dientes 50 veces en su vida, pero nosotras sólo una vez y eso se vuelve una pequeña desilusión como una envoltura de aluminio que aplasto con mi mano y dejo caer al suelo.

Recuerdo los dientes pequeños, los dientes a los que me encantaba darles vuelta en su propio hilo de vida que los unía a mi encía cuando estos se encontraban tan frágiles como la infancia. Yo pensaba que si dejaba una noche esos dientes caídos en algún vaso, encontraría al día siguiente leche que al tomármela volvería a formar esa arquitectura dental. Como la memoria.

Estoy tratando de escarbar hasta el origen de todo mientras paso el cepillo por los incisivos y en mi cabeza repito la palabra: incisivo, cortar. Arrancarse de un sitio. Paso las cerdas del cepillo a los premolares y recordé una ocasión en la que le explicaba a alguien cómo era mi manera de enojarme, todo eso mientras me lavaba los dientes y la espuma se acumulaba en mi boca como la rabia de un perro.

De pronto la sangre se cuela en la división de mis dientes y pienso que debería parar o darle un receso al movimiento, pero me doy cuenta que estoy tan cerca de tocar la raíz de algo, estoy tan cerca y duele.

Sí, recuerdo mi gusto por la sangre, en la primaria, el diente de leche que lo único que tenía de lácteo era romperse a la mitad como cuando la leche se corta y si te asomas a la botella la ves como algo inocente pero terriblemente viejo. Así, algo así. Pienso que tengo que anotarlo en alguna libreta después. La muerte de la infancia. Cepillo con más fuerza. Los colmillos de una araña funcionan como una aguja, las arañas protegen y aterran, diría Louise Bourgeois bajo una araña gigantesca y materna. Mis dientes son agujas, recuerdo lo afilado cuando tenía brackets y una parte del arco se salió y me lastimé. Cortar-incisivo. Recuerdo ir con mi mamá y decirle que algo me dolía. Recuerdo su enojo. Recuerdo que me pidió que le llevara la caja de herramientas. Recuerdo que sacó la tijera de hojalatero. Recuerdo que lo puso en mi boca. Recuerdo que cerré los ojos. Recuerdo que me preguntó por qué cerraba los ojos, recuerdo que tenía más miedo de su enojo que de las tijeras que estaban dentro de mi boca intentando cortar un delgado cable. Una pequeña envoltura que cubre la infancia. Los dientes son agujas afiladas, mi mamá trata de cortarlas para que nada me lastime. Las arañas cuidan a sus crías. Escupo.

 

 

 

 

Escenas alrededor de una jarra de naranja
y el crecimiento de distintas flores.

Mi abuela, la de pies moradores;
plantó la casa en sus zapatos,
la naranja bajo la mesa
y en el vestido púrpura sembró sus años
para sacarlos al sol y sentir las espigas
que le brotaban. En su herida de balcón

mi abuela con voz de bisagra
enterraba el tiempo, coleccionaba arañas
y paredes para su adornos.
[Si la visitábamos teníamos que colgar
la insistencia de algún recuerdo,
un golpe en la espinilla o un huevo
para que ella remendara sus medias
o  les quitara el susto a los árboles.
Mi abuela, a cambio de esto,
nos invitaba a verla bailar].

A cambio de su olor a canela
y sus secretos del mar de Veracruz,
nos pedía con una voz de telaraña
que no abriéramos el armario.

Mi abuela volteaba inmediata a la esquina
más cercana, más cóncava al presente
y se echaba a llorar un pentagrama
de hilo y seda.

Arrancaba gardenias
del tálamo de la casa
para curarse el resfriado,
para aún bailar con el recuerdo de los abrigos,
el humo y las abejas.

Mi abuela, con su voz de niña,
sólo quería bailar. Nos decía,
mientras convertía en sus cuentos
las calles en lagos inmensos
llenos de cocodrilos.

con su voz de raíz. Y después de sembrarnos
en aquella realidad, en su vida,
nos devolvía a la noche al persignarnos
con sus dedos; una combinación de leche y pimienta,
nos depositaba el sueño sosegado.
El sueño de pasos parsimoniosos

que vino a romper el crisantemo,
esa flor de septiembre
que a mi mamá le duele tanto.
Ese resfriado de hojas caídas

cuando se rompió entonces la maceta
de su casa; el balcón de su herida,
y sus dientes cayeron en la última almohada.
Cuando a mi abuela le creció el tiempo
de ser una piedra blanca en el centro del mar.
De todos los sueños
tiene la voz de las puertas;
del crisantemo que bosteza
de otoño; de la jarra de naranja
que coloca a la mesa para beber
del hilo de su telaraña, de su vestido
tan morador de esta casa
que cultivó en nosotras.

 

 

 

 

Sin título

Yo vi
a esos huéspedes
acabarse el pan y el cereal
pero no decía nada

Los veía entrar
como quien no quiere abrir la puerta
como quien no entiende
la reproducción de las cosas
hasta que de pronto ahí están
en el deterioro de la casa
nuestra casa
que ya no es tuya
y que dices que nunca lo fue
con una grafía oscura
en la parte más noble de las paredes

Lo que yo nunca te dije
es que la albahaca
no murió
por mi culpa,
sino por tus manos
con las que ya no sabes qué hacer

Ni cómo despedirte
de la casa
que no es tuya
que ya te no te recuerda
porque te fuiste
demasiado tarde.

Te fuiste
cuando aprendí a cocinar arroz
y supe la importancia de la sal

Una estatua que no debe voltear,
no debe voltear
pero eso ya lo sabes

Un grano de arroz
puede crecer en el cajón
hasta volverse piedra
a esas horas
en las que se apagan las hornillas
porque es demasiado tarde
para pactar con el fuego

      En una historia
      que ahora no existe
      la sopa de piedras
      separó a todo un pueblo
      porque nadie llevó sal

Pero esto no es sobre cómo cocinar
Es sobre los pasos para que nada desborde

Pero aquí están todas las larvas
que bien podrían ser un grano de arroz
o una de las piedras que olvidaste
como yo olvidé
o decidí olvidar
la lista de cosas que ya no eres
en este espacio
de puentes rojos
donde una vez
nunca cruzamos

y me distraigo de nuevo,
del peligro de cultivar polillas
en la albahaca
que era el centro
de una guerra de platos
que no son míos
que nunca fueron míos

Y por eso
mido el arroz
con forma de larvas de polilla
en una taza
para tener las medidas justas.

A veces es importante
aprender a cocinar mientras alguien se va de casa.

 

 

 

Lucía Rueda (Ciudad de México, 1996). Egresade de la Universidad del Claustro de Sor Juana en la licenciatura de Escritura Creativa y Literatura. Ha sido publicade en el Periódico de Poesía, Tierra Adentro, Sin embargo, Taller Igitur, Iowa Literaria, entre otros. Publicó, junto con otras poetas, en Novísimas. Reunión de poetas mexicanas (1989-1999) de la editorial Los libros del perro. Becarie de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía (2021-2022).

 

 

 

 

 

 

 

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