Vuela Palabra

Formas de enmarcar la memoria. Sobre la obra de Enriqueta Ochoa.

El día de hoy les compartimos el ensayo «Formas de enmarcar la memoria» de la también escritora Julieta Teresa sobre la obra de la poeta mexicana Enriqueta Ochoa. En él, Julieta nos lleva por el interés religioso de Enriqueta, el lugar de su vida y sus vínculos familiares con su escritura, así como analiza la melancolía en sus versos. Ojalá disfruten mucho de este ensayo y pueda tratarse de una entrada a la obra de Enriqueta Ochoa.

Andrea Muriel

¿Alguna vez han sentido la urgencia de escuchar o leer ciertas palabras? Enriqueta Ochoa (Coahuila 1928-2008) tuvo la urgencia de escribir, hacer perenne su relación con Dios y en función de ésta, todo lo que acontecía en su vida. Entre su primer libro Las urgencias de un Dios (1950) y el segundo Los himnos del ciego (1968) hay una distancia de 18 años que guarda preguntas planteadas desde la mística hasta su vida cotidiana. Supo hacer canto el miedo que usualmente hacen de la mirada de Dios. Ella tuvo su propia experiencia con él y así lo manifestó: “Dios es mi inseparable, / mi más íntimo compañero / de juegos y de lágrimas: / el más constante y tierno, más rebelde y sumiso.” Esa familiaridad con Dios es el sello en su obra y atraviesa la mayoría de su poética, porque como lo profesan los católicos: Dios está en todas partes y eso incluye la poesía.

Como si de una necesidad inherente de la escritura se tratara, hay una aureola posando sobre los versos de esta poeta; una luz de quebranto y la aflicción que no se va nunca: “Hay un rumor secreto de azúcar fermentado, / una dilatación, / un vencimiento, / un estallido de todas las suturas del espacio.” Desde este primer momento debo decir que ese dejo de tristeza es una de las principales características dentro de sus libros y también afirmaría que es parte de una herencia dentro de la literatura mexicana. Específicamente en la Generación de los 50, y sus contemporáneos poetas Dolores Castro, Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Rubén Bonifaz Nuño y, dentro de la narrativa, pensaría en Juan Rulfo, por ejemplo.

Sin embargo, no habló únicamente sobre este ser que va más allá de lo humano porque si bien su vida se rigió en gran medida por su experiencia y relación con Dios, también están los temas meramente humanos como la maternidad, lo femenino, el tener que irse y querer regresar, la pérdida, el amor no correspondido y el amor que no puede ser. También estuvo formada de nombres de lugares que fueron su hogar, por personas que llegaron y se fueron, piezas que forman la historia de su vida dentro y fuera de México, una vida dura donde también se vivieron cosas buenas y esto lo hace con presteza en su poesía.

Si bien Enriqueta Ochoa no es una poeta demasiado leída por las nuevas generaciones, me atrevería a decir que, por su tono religioso –aunque negado en diferentes entrevistas–, por su urgencia de encontrar a Dios en todas las cosas que la escritura le permitiera tocar, sí tiene un pequeño y conocedor grupo de estudiosos que se han encargado de hacer relucir los grandes temas dentro de su poética y cómo es que mantienen una relación directa con los eventos de su vida.

Trabaja el verso libre, pero tiene un ritmo interno y la musicalidad que delatan sus conocimientos por las formas poéticas como el soneto y la décima de sus lecturas de Santa Teresa, la cercanía que tiene con Concha Urquiza, o sobre los temas me hacen recordar a Eliot o Rilke. Claramente Enriqueta Ochoa fue una fiel creyente de Dios y su fe permeó la gran mayoría de sus creaciones poéticas como en “La luz” donde escribe: “Dios despierta, se despierta en mí, / rompe el bostezo de ceniza… / Yo frente a mí, dentro de mí, en el centro arde la luz… / ¡Dios no está muerto!” o en “El sueño roto” y escribe: “Fue una ramita tierna, menuda, / no alcanzó a desprenderse / de los dedos de Dios” casi podría leer estos poemas como otra forma de rezo, un rezo poético.

En este sentido, esta poeta siempre se sirvió de sus propias vivencias como un pozo sin fondo para indagar hasta los resquicios más profundos que se mezclan con lo luminoso y lo doloroso. En algunas entrevistas ella cuenta que escribía sus poemas en pequeños retazos de papel que hacía bolita e iba guardando en su bolsa de estambres para que no se le perdieran las palabras y después pudiera volver a ellas.

Parece que en los escritos de Ochoa las tragedias son siempre las protagonistas: “A lo largo de mi vida he sido partícipe y testigo de muchos hechos trágicos”. Son el constante recordatorio que en cualquier momento puede abrirse la tierra; la tromba está a una gota de caer e inundar todo lo que no sabe nadar, o que la muerte, como si de una mujer con extrema paciencia se tratara, se mantuviera sentada en una mecedora tejiendo todos los nombres de nuestros seres queridos.

El mismo año de la muerte de Enriqueta Ochoa (2008) la editorial Fondo de Cultura Económica publicó su Poesía Reunida y entre tanta poesía también se encuentra una prosa empañada con el tono confesional ya tan característico de sus versos; es una prosa que inclina la balanza hacia las imágenes poéticas y los pequeños diálogos que llegan a tener los personajes de la vida real están marcados por el sello de la voz de Ochoa que deja un sabor a tierra salpicada de sol de medio día haciendo brillar las palabras elegidas.

Hambrienta, con intención de guardar todas sus letras dentro de sí, Poesía reunida, congrega desde su primer libro publicado, experiencias, escenarios, personajes que conoció, con los que atravesó diferentes países, culturas, pasa por textos inéditos, hasta lo último que escribió.

En una entrevista con María de los Ángeles Manzano, Enriqueta Ochoa menciona que Asaltos a la memoria (2004) es un libro donde no quiso tocar cosas tristes, donde habla de las raíces de su familia; de Torreón y menciona “quiero que mis nietos vivan cosas buenas, porque ya bastante es dura la vida de hoy y más dura va a ser la que viene”, sin embargo, en varios de los treinta y dos textos de esta prosa poética, se escabulle la melancolía junto con un dejo de tristeza.

La relación entre lo que se vive y lo que se escribe no siempre se muestra tan claramente en los textos, ya sea porque al autor no le interesa que tengamos conocimiento de dónde tiene raíz su historia o porque no quiere que tracemos un camino directo desde su obra hasta su vida personal. El caso particular de Ochoa no obedece a ninguno de estas dos posturas. Si uno quisiera hacer un recorrido sobre su vida personal con base en sus poemarios, fácilmente podríamos identificar en qué momento de su vida escribió “Las urgencias de un Dios” (1950) y su búsqueda por un Dios a través metáforas y personificaciones tan rebeldes para su época que incluso cuando se publicó fue prohibida su venta; “Los himnos del ciego” (1968), “El retorno de Electra” (1978) donde habla del dolor que le dejó la muerte de su padre o “Bajo el oro pequeño de los trigos” (1984) escrito cuando padeció una enfermedad que la hizo replantear varios aspectos de su vida.

Su obra poética ha sido calificada de mística, religiosa, espiritual, incluso esotérica y no es sorpresa que, aunque no se ven los pasajes de su infancia y primera juventud dentro de estos Asaltos a la memoria, esa aura de intensidad, pasión y luminiscencia se mantienen y se intensifican al estar escritos en prosa poética.

Enriqueta se sirvió de sus diarios íntimos para armar Asaltos a la memoria y, si lo revisamos minuciosamente, encontraremos que los momentos que narra, más allá de querer centrarse en las acciones, las visitas al rancho de sus abuelos o el bajar duraznos del árbol con su padre, se centra en la minuciosa descripción de las sensaciones que inundaban Villa Juárez a través de las estaciones siempre junto al desierto La Laguna, al silencio de la noche, las pérdidas constantes y en pequeñas pero constantes dosis de melancolía por lo que pasó, por lo que no sucedió y cuáles fueron las consecuencias de las decisiones que tomaron en su familia: “me quedé muda viendo cómo crecía el cementerio de mis seres queridos”.

En lo particular, nunca me ha gustado definir a una persona a partir de los ojos de los otros, determinar su importancia en cierto círculo social por su relación con el otro, sin embargo, Enriqueta Ochoa fue hija, hermana, nieta, madre, esposa y abuela. Cada una de estas etapas dentro de su vida se fugaron en cientos de rayos de agua dentro de su poesía. En forma de endecasílabos, metáforas, rimas desarticuladas que al final buscaban trascender la memoria y atravesaron a la poeta.

Si quisiéramos darnos un paseo por en el norte de México a través de las primeras décadas del siglo XX, los poemas en prosa de este libro nos regalan una mirada muy particular de cómo se vivían las estaciones con el calor en todas ellas, los caminos poco recorridos después de cierta hora por la noche y, sobre todo, una fotografía instantánea de escenas de una familia bastante unida, pero que, como todas, tiene pérdidas.

Mencioné a uno de los géneros híbridos que comenzaron a constituirse y a tambalear las formas canónicas como el cuento y la poesía en el siglo XIX: la prosa poética, el otro es la microficción. Lo que hace aquí Ochoa ya lo había definido Baudelaire de una forma bastante informal, pero precisa: “el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima”. Es decir, que la musicalidad es la vena principal que une a la prosa con la poesía, la prosa poética, tomando la fuerza vital que recorre los versos de cualquier época.

Por otro lado, me parece bastante peculiar que haya elegido la prosa poética para hacer un recorrido por su infancia: la primera etapa de su juventud y la de sus hermanos Javier y Sergio en “Empieza a desgajarse la familia”; esboza la imagen de su medio hermano muriendo, Fidel en “Inquietudes de muchacho”; habla sobre su hermana Evangelia y cómo casi muere por pulmonía en “Un invierno”; sobre su padre en “Los duraznos”; de su madre en “Las varas de membrillo”; sobre su abuelo “Neyito”; y su abuela Clarita en “Las fugas”; sobre su abuela Epifanía en “Eclipse de alegría”; acerca de su Tía Lupe, su tío Ponciano, su tía Cecilia y su primo Irineo en “La abuela murió de pie”; la historia de cómo conoció al padre de su hija Marianne y cómo ese hilo atravesó la vida de todos ellos en “Su mirada hacía eterna la luz”, sin embargo, sólo era posible concatenarlos en un bucle de tiempo textual uniendo la narrativa con la columna vertebral de su vida: la poesía.

Entonces Ochoa hizo una conjunción entre el adjetivo y el verbo. Por un lado, la poesía es un río de descripciones que lleva rocas, metáforas, certezas versadas que sólo el tiempo permite entender y pueden pescarse en la boca de quienes no le temen al anzuelo del recuerdo, por el otro, la prosa, la tierra húmeda de huellas de personajes, la que sostiene el paso del tiempo por los actos, lo hecho, la labor que erosiona todos los días.

Bien podría haber escrito un poema que enmarcara un retrato fiel de quienes fueron cada uno de ellos en su vida y llevara su nombre, una dedicatoria debajo del título, alineada al lado derecho, antes de comenzar el poema, sin embargo, estas personas se relacionaron con ella y entre ellos, hicieron su vida a través de acciones que juntaron a más de uno en distintos escenarios que llamamos casa, patio, bosque y, en este sentido, creo que reescribir la memoria que construyeron en conjunto le permitió crear una especie de imagen holográfica, una fotografía con movimiento gracias al empleo de la luz, es decir, la prosa poética.

Enriqueta es la voz poética atravesada por las acciones de otros: por el Dios que conoció por decisión propia “Yo te hablé con esa ternura indómita / que rompe dignidades, / y me quebré de bruces en la tierra”; por el padre de su hija “Su corazón hablaba una lengua que entendían los sabios y los niños, y cuando lloraba o reía era sin el brillo de la malicia; por eso su mirada hacía la tierna luz de los pueblos por donde pasaba”; tuvo la herencia concreta y abstracta de sus abuelos, tal vez sin que ellos lo supieran “El papá de mi padre fue un minucioso conocedor de los clásicos castellanos (…) Mi abuelo paterno, en el campo, era la poesía misma en sus pensamientos y en sus actos”, y ella es el árbol plantado que da hojas escritas a media luz.

Me gusta pensar que Enriqueta tenía dentro de su alma una bolsa de recuerdos de estambre hilvanados a la poesía y para escribir iba deshaciendo esos estambres, desfundando los hilos y los recuerdos, ensartando la aguja con la pluma para entonces escribir eso que no pudo decir en voz alta, reescribir las horas que no se quieren olvidar y describir lo que el lenguaje permite articular después de haberlo vivido. Nosotros lo revivimos cada vez que la leemos.

 

Enriqueta Ochoa. Poeta nacida en Torreón, Coahuila, el 2 de mayo de 1928. Publicó diversos poemarios que marcaron la ruta de la poesía en México, entre ellos Las urgencias de un dios en 1950, Los himnos del ciego en 1968, El retorno de Electra diez años más tarde, Bajo el oro pequeño de los trigos en 1984, Asaltos a la memoria en el 2004. El año de su muerte (2008) Fondo de Cultura Económica publicó su obra reunida.

 

Julieta Teresa Portillo Uribe Licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica por la BUAP. Estudiante de Maestría en Literatura Aplicada en la IBERO. Trabajó como colaboradora en la revista independiente Letrasycosasasi. Trabaja en un proyecto individual de difusión de literatura escrita por mujeres en la plataforma de Soundcloud (https://soundcloud.com/j4t6) y en Instagram (@letrasdejulietater) donde lee poesía y cuentos. Actualmente está trabajando en su segundo poemario.


 

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