Vuela Palabra

El día de hoy quiero compartirles un fragmento del libro inédito Estudio de aves en vuelo de Marina Hernández.

Estudio de aves en vuelo de Marina Hernández

El día de hoy quiero compartirles un fragmento del libro inédito Estudio de aves en vuelo de Marina Hernández. A partir de un diario de viaje, la autora trabaja sus memorias para transformarlas en un ensayo personal en el que está siempre en búsqueda de su propia verdad a partir de sus vivencias en los sitios que pisa. La prosa de Marina es bella, calmada, aguda, a momentos misteriosa, a momentos reveladora de esas pequeñas verdades que en palabras de Vivian Gornick, «descubre[n] el misterio de lo que nos resulta familiar». 

Ojalá la disfruten. 

Andrea Muriel

 

Eso que hay ahí fuera es un lago al borde de la desaparición. Vivo en el altiplano andino y la desaparición bien puede ser la noche. Tengo conmigo un libro de Marguerite Duras que se llama Escribir y que es una confesión sobre la muerte de una mosca. A ratos transcribo este libro porque voy a dejarlo atrás y así, al volver sobre lo escrito, algo de sus palabras se quedan en las mías.

Hace once meses que viajo por la columna vertebral de un continente tan bello como herido. Marché acompañada de mi mejor amiga, Azucena, y con una muerte prendida en mi espalda. Quería ver el mundo, pero sobre todo quería encontrar respuestas alternativas a las preguntas que me había hecho siempre. Encontré que países reales podían volverse imaginarios al ser mediados por mi palabra. También así podía volver la vida una historia para ser contada. Entonces, eso hago: escribir lo que hay al otro lado de esta ventana como si yo fuera su única testigo y así volver mío lo inapropiable. Este lago que desaparece en la noche. La ausencia de otra luz. También la cima del Illampu, rey de reyes, iluminándose en la madrugada. Llenar un diario es la única forma posible de salvar los hallazgos, porque todo está muriendo siempre.

Una isla se hundió en el Pacífico y toda una generación estuvo perdida. En el océano de mi vientre se hunde otra isla y en ese vacío se abre la única pregunta que en realidad voy buscando contestar: ¿se puede escribir poesía después del desastre?, que es lo mismo que decir: ¿sirve de algo preservar vivo lo ya muerto? Los lugares son móviles, desaparecen con la gente que insiste en nombrarlos hasta que deja de hacerlo. Los mapas no tienen memoria y yo salvo la mía.

Creía partir de viaje para contar lo que vi, esa idea me emocionaba, pero perdí esa ilusión muy pronto. Ya lo contaron otrxs. Solo me queda decir que el mundo no soy yo. Y que también de esto dudo. Entonces digo Lago, Tierra, Mujer, porque los nombres me acercan a las tierras que vivo. Reconozco en el lenguaje mi herida eterna, una herida que no fue la bomba atómica, sino la que vive en todas las madres que fuimos sin serlo.

Esto es una confesión. Marguerite observó la muerte de una mosca sobre una pared en blanco. Cinco, ocho minutos. Ella la observa morir. ¿Quién observa nuestra muerte desde afuera y escribe?

Sobre las ruinas del desastre puede nacer un poema. Pero aún más abajo hay una voz urgente que desea escribir, seguir hablando, para intentar, de esta manera, salvar todo lo otro.

Qué otro, me pregunto, y no sé qué responder.

Ese monólogo que une el mundo de la materia y el sueño.

 

 

Se abre el poema

 

 

La única belleza

Colombia

 

1

Tener los asuntos al día es primordial. Lavar la ropa, acariciar el lomo de cualquier animal, cocer el arroz, saludar a los vecinos, elegir la loza para el desayuno, esperar la lluvia un día sí y uno no a eso de las cinco. En la sala de esta casa leo Estrategias del deseo y T. pasa tras de mí. Le muestro un solo poema, uno que habla de la ciudad que he abandonado, que habla de la tardor y de la lengua. Él me regala un rombito de papel y dice: aquí tienes una ventana para gatos.

Azucena y yo lo observamos: ella, por las rastas, yo, por la literatura. En la noche nos reúne a las dos en el patio y lanza sus cartas del Tarot. Nuestras tiradas se parecen: en ambas, en el centro, aparece La Emperatriz. ¿Debo volver?, he preguntado. Pero no quiero saberlo. El futuro es el misterio, un leve trazo, una palabra. Lo ocurrido es hecho. Lo que nunca ocurrió, en cambio, es una posibilidad que queda viva.

 

 

2

De día Azucena y yo recorremos Medallo sobre sus funiculares, subimos a Santo Domingo, brilla el sol y oímos un disparo a lo lejos. Hace quince años la ciudad más peligrosa del mundo latía la sangre de todos sus muertos. Hoy también, eso no termina. De noche vemos cómo titilan las montañas que la rodean, como si los gigantes hubieran prendido hogueras para mantenerla despierta. Se nos olvida el olvido. Ante la muerte Colombia siempre regala flores.

Desde Santa Elena van bajando los silleteros con sus coronas de lavanda tan pesadas como un cuerpo recién descubierto. Lloramos el calor, lloramos los muertos, escuchamos otro disparo y cerramos los ojos para no ver. ¿A Ramón lo asaltaron aquí mismo ayer en la mañana? Y qué, todo y qué, todo y qué.

No sé qué es todo esto, le digo a Azucena, quizás estoy tocando la vida de los otros, a los que veo de reojo cuando está por hacerse de noche. Los silleteros cargan su peso en rosas y hortensias, en violetas y nomeolvides para honrar a su ciudad, la de la bella sangre. Desde atrás alguien nos dice que dar papaya a los escoria es pecado, que nos callemos, que nuestro acento delata algo que debería ser secreto. Azucena y yo nos agarramos de la mano y guardamos silencio.

En otra plaza los culebreros hablan de dios y del milagro, de política y de pócimas secretas, mientras nos invitan a apostar mil pesos a la cobaya que más corre. Y en otro país alguien más muere: alguien que soy yo pero sin serlo. Tenemos el mismo nombre. Ella viaja en bicicleta, yo viajo a dedo en Colombia y tomo guaro y me despierto en otro lugar que no es mi casa, picada de urticaria todo el cuerpo, hinchada como se hinchan las nubes de tormenta, pero enrojecida y muda después de haber caminado a solas en la noche frente a un estadio dormido.

 

3

Ahora pienso en lugares como Tegucigalpa, Chechenia o Varsovia, en la Rocinha que vive sobre el morro do Cochrane, en los campos arrasados de la pampa, en las calles de tierra de cualquier ciudad centroafricana, y algo dentro de mí se mueve: una ilusión. Me seduce caber en la cabeza de su gente, estar presente cuando piensan, sueñan y bailan bullerengue en la playa agitando entre ellos el sombrero vueltiao y completamente en trance. Saberles por dentro. Lo que me convoca hoy es lo que existe detrás de las ventanas tapiadas con chapas del barrio de la Boquilla. Escuchar la lluvia tumbada sobre el suelo del gimnasio mientras el polvo flota a mi alrededor bajo el único aire acondicionado de un pueblo donde las mujeres despegan sus muslos gruesos uno del otro con la mano y cocinan cada mañana y cada noche arroz con espagueti frito, o atún, o lo que sobre.

 

4

Primero vimos las casas hacinarse allí abajo, desde el piso 15 de un trasatlántico de cristal varado. Vimos pequeños humos, llamada de bosque para los pájaros. Vimos la sombra del mohán atravesando la ciénaga. Vimos el plumaje oscuro de la garza y el cormorán abandonando sus nidos. Yo voy buscando una historia, todavía no sé cuál, pero busco escribirla. Azucena quiere ayudar a los niños perdidos. Las dos pensamos: puede ser aquí.

 

 

Marina Hernández (Madrid, 1989) es autora de Estudio de aves en vueloDiario de Italia Caballo perdedor. Construye la comunidad Casa Índigo junto con otras mujeres apasionadas por la lectura y la escritura, y en paralelo explora el autoconocimiento como forma de caminar en belleza. Hace libros, medicinas y objetos con las manos. Habla con las plantas. 

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