Vuela Palabra

María José Menacho

Cinco poemas de María José Menacho

Os presento estos cinco poemas de María José Menacho (Sevilla, 1961). Licenciada en Filología Clásica y profesora de latín y griego desde 1985, dice de sí misma: «Mi andadura poética es breve y reciente; aunque creo haber estado escribiendo por dentro toda mi vida, es ahora cuando he encontrado en la escritura una vía de evasión muy interesante». Algunos de sus poemas y relatos han aparecido en distintas antologías, y colabora en varias revistas literarias. En su especial pasión por la poesía, que ama desde niña, ha publicado los poemarios Dientes de ballena (Ediciones en Huida, 2016), Interregnum (Tau, 2016), que recibió el XI Premio Nacional Rumayquiya, Las certezas de la luna, (Ediciones Buitre Negro,2018) y Hombre sin cintura, editado también por Ediciones en Huida en 2020. 

 

 

 

 

I

 

Dicen que las aceras

se lo callan todo

y un día, cuando la luna de sangre

se queda para siempre,

escriben con esmero

lo que les pasó por encima.

Cuentan que los caminos,

a veces,

se revientan por sus márgenes 

y dejan salir los sapos y las culebras,

los dimes y los diretes,

el santo y seña de quienes los pisan.

Confiesa quien conoce a los árboles

su inquebrantable verticalidad

y su buena costumbre 

de mover las ramas

según el capricho de los vientos.

Por debajo les queda el aliento infinito,

los deseos verdes antes de ver la luz,

un silencio cómplice de la vida,

el arrullo inconfundible de la tierra sabia

que mece su sueño entre húmedos recuerdos.

Añoran algunos la vieja alberca, 

abriéndola el agua por dentro,

y el musgo sumergido,

apenas consciente de su destrucción,

feliz acaso de dar frescura a las tardes de verano.

Susurran los desconocidos que la luna

se queja de la mordida implacable 

de la suma de los días,

sus mil caras sin apenas sonrisa,

la carga ineludible que le dejó el tiempo,

su margen de movimiento tan escaso.

Asegura la mañana

que no faltarán las flores, 

acaso una brizna de su aroma 

cuando la tarde se hace noche demasiado pronto.

Censuran los desalmados

que los pájaros compongan sin saberlo

una dulce melodía en los viejos cables de la luz,

hilo directo de electrónica nostalgia.

Buscan los incautos

a los dioses en los arriates,

inundados ya de las hojas

que hacen caducos a sus creadores.

 

 

 

 

II

 

Dime si no es duro

el silencio impertinente

de este otoño,

con el vientre tan vacío, 

deseando que vuelvan a él 

los cuerpos que un día lo habitaron, 

crecidos ya por el albedrío imparable 

del tiempo que no cesa. 

El eco de sus tímidos sollozos de recién nacidos 

alojado en el recibidor pequeño y cálido. 

Y el salón frío como un mausoleo

a pesar de la ropa, a pesar del fuego 

encendido en la gran discordia.

La distancia entrecortada 

por una banda de cornetas 

que interpreta la música del Credo, 

por la oración al caer la noche, 

y el sonido de una marea 

que deja la playa tan húmeda como acogedora 

para mil gaviotas y su lindo recuerdo.

Dime si no es insólita la historia del lago violeta, 

del color del miedo,

intentando no congelarse todavía,

para que sigan bebiendo unas golondrinas

decididas a quedarse.

 

 

 

 

III

 

Esterilizados quedaron mis anhelos,

velados por secreto inconfesable,

un griterío apaga mis fundadas esperanzas

de salir al encuentro de otros soles.

Son de otro mundo las voces que llegan 

y dicen que duermes, que sueñas,

arañando espaldas para alcanzar la cima,

extrañando la sombra de cada buen árbol,

de cada casa olvidada en el recuerdo.

Se cierra el círculo de la luna

que llama de nuevo a las madres, 

les llena sus pechos de cálido alimento,

sin reservas, sin reproches, con la cara 

lavada después de la negra tempestad.

 

 

 

 

IV

 

El océano acostumbra 

a amaneceres azules. 

La soledad, mientras tanto,

se escribe con más letras

de lo que piensan

quienes viven acompañados.

Es inmensa y húmeda,

como un velero, una luz en el horizonte, 

aguas que crecen en calma, 

con un suave susurro 

que llega a las ventanas abiertas. 

La pequeña gran ciudad, 

hermoso apéndice de tierra, 

cuida los recuerdos 

que no merecen  ser olvidados, 

porque ya construyeron una casa en la orilla. 

Las casas en la orilla del mar

nunca se abandonan. 

 

 

 

 

V

 

Enterraron mi cuerpo

en un tumba ocupada.

Tuve, desde el principio,

un mínimo espacio

para una inmortalidad reciente,

supuesta, contenida, ignota,

primer tema de conversación 

con otro cuerpo ya en decadencia

y un alma inmersa en descanso eterno.

Noté leve la tierra,

deseo de cuantos acudieron 

a decirme adiós,

recordé a quienes tienen

de su parte al mar,

se divierten al son de la guitarra

y gozan del brillo de la arena,

sin pensar un solo instante

en un día como éste.

Descubrí la falta de luz 

en los caminos de bosques 

y  por los parajes increíbles, 

supe que muchos 

quieren un jardín en su ventana, 

a pocos metros del suelo, 

de extraña verticalidad, 

de supremo verdor, 

con la dosis mínima 

del agua sanadora y portadora de vida.

Me quedó, sin embargo,

el consuelo gélido

de una mano que agarrar.



 

 

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1 comentario en “Cinco poemas de María José Menacho”

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