Vuela Palabra

El novelista Manuel Machuca

Así empieza la novela Los ausentes de MANUEL MACHUCA

Manuel Machuca, autor de Aquel viernes de julio, El guacamayo rojo, Tres mil viajes al sur (finalista de los premios Ateneo de Sevilla de Novela y Andalucía de Novela) y Tres muertos, es bien conocido en Hispanoamérica (ha escrito Mujeres en movimiento junto a la escritora argentina Silvia Tocco y textos suyos se han adaptado al teatro en el espectáculo Mujer Migrante In-Off, estrenado en Montevideo), y ahora es un placer acogerlo en Vuela Palabra para compartir el inicio de su nueva novela. Machuca ha colaborado y coordinado antologías de relatos como Hidra verde, El derbi final, Poetas hipocondriacos y Maradona, uno de los nuestros; colabora en diversos medios de comunicación; y en 1997 obtuvo el premio periodístico de la Fundación Avenzoar. Recientemente ha ganado el VIII Concurso de Microrrelatos de la librería El Gusanito Lector.

 

 

LOS AUSENTES

Fragmento inicial de la novela de Manuel Machuca

 

El fantasma de Gerardo se ha presentado en la tienda de mi hija. En el almacén, entre inciensos, velones y sahumerios se esconde ahora su espíritu. Ocho años ha tardado en presentarse de nuevo.

Una tarde que llovía a mares, Consuelo notó algo extraño al fondo del local, junto a los estantes donde guarda los géneros. Estaba segura de que no se había colado nadie. Con la que estaba cayendo, no había entrado un alma en toda la tarde, aunque después supo que sí, que alguna se había colado.

Entró al almacén. Salvo los latidos acelerados de su corazón, no escuchó ningún ruido. Era como si hubiera dejado de llover en ese mismo instante, como si el aire pesara. Como si aquello hubiera estado cerrado y no se hubiera ventilado durante meses. Pero no era así, esa misma mañana había pasado la fregona antes de abrir y le había dado un buen flete a toda la habitación. El silencio le provocó un escalofrío que no tenía que ver con la humedad que entraba por la puerta de la calle. Desde dentro veía el agua caer, pero no la escuchaba. Y se asustó tanto que cogió su chaqueta, cerró la tienda y salió pitando para su casa sin hacer caja siquiera.

Esa noche no quiso decirle nada a su marido. Pensó que habrían sido imaginaciones suyas. Reconoció que se sugestionaba con cualquier patochada, así que prefirió no darle motivos para que se riera de ella. La verdad es que de niña era muy asustona, no sé cómo de mayor le dio por meterse en cosas de estas de espiritismo o qué sé yo. Además, la tienda la había puesto en un local nuevo, en un edificio recién construido. Era imposible, y esto ya es de mi cosecha, aunque de apariciones no entienda mucho, que allí viviera un alma en pena de esas que llevan siglos vagando entre sus muros.

Al día siguiente volvió a sentir lo mismo, y eso que ya no llovía. Al abrir, por si las moscas, evitó entrar en el almacén. No quiso dejar ni el bolso en el perchero. Pero a media mañana se le acabaron los velones de la fortuna del escaparate y no tuvo más remedio que buscar más en la estantería de dentro. Mira que los tenía a mano, a la altura de la vista, según ella. Por lo que dice, los de la fortuna y los de buscar pareja son los que más se venden. Pero fue cogerlos y caérsele encima una caja de hierbas amargas que estaba en todo lo alto. Las hierbas se desparramaron por el suelo como si en vez de en bolsas de plástico las hubieran envasado en frascos de cristal. El suelo se quedó como el de la calle Sierpes en el Corpus. Verde era poco. Y un humo extraño se levantó de las plantas desperdigadas por el enlosado. Y también un olor de lo más desagradable; a comida rancia, a bicho muerto.

Cuando me lo contó, juraba por todos los santos y ánimas benditas del purgatorio que no había tocado nada, que la caja se había caído sola. Pero quién sabe, entre lo nerviosa que ha sido siempre y lo cagada de miedo que estaría después de lo que le había sucedido la tarde anterior, quizás hubiera sido ella solita la que se agarrara a la estantería sin darse cuenta y se trajera encima la porquería esa que huele tan mal. Porque un día yo quemé en mi casa unas bolsas de lirios, de esas que sirven para atraer espíritus, y lo único que me trajo fue una peste horrorosa que tardó unos cuantos días en irse, porque no se iba ni con Ambi- Pur. Dos botes tuve que gastar, y mucho frío que pasé con las ventanas abiertas en pleno invierno para que se fuera el olor.

Consuelo de nuevo salió por patas de la tienda y llamó por el portero electrónico a la hija de su vecina de arriba. Ya me había contado que esa niña tenía un don, que era capaz de ver espíritus. Se quedó en la puerta sin atreverse a entrar hasta que la muchacha bajó. Y menos mal que estaba estudiando en su casa, porque yo conozco a mi Consuelo, y esa no se mete otra vez sola en la tienda ni harta de vino.

Y fue la niña la que lo vio. Al principio no sabía quién era la aparición, porque no conocía a Gerardo. Solo decía que al fondo había un hombre vestido de negro. Un anciano que abría los brazos y repetía una y otra vez un nombre de mujer. El mío.

—¡Fernanda, Fernanda!

Ella tampoco sabía quién era esa tal Fernanda. La muchacha no me conocía, no sabía cómo me llamaba yo. Mi hija no hacía mucho que tenía la tienda y a mí no me había dado tiempo de conocerla, porque como tengo las piernas tan mal, no puedo ir sola a ningún sitio. Y después de aquello, vamos, no pienso pasarme por allí en la vida.

Sospechando quién era, mi hija regresó esa tarde con una foto de su padre y se la enseñó a la muchacha.

—¡Sí, es él!  

La niña convenció a Consuelo para que entraran juntas en la tienda a hablar con él. Gerardo les dijo que mi hija no tenía por qué temer nada, que estaba allí para cuidarla, para protegerla. Pero que no se iba a marchar hasta que yo lo perdonara. Y yo no lo perdono. No hasta que encuentre a mi hijo Fernando. Así que puede seguir penando sus culpas hasta que se aburra.

           

 

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