Vuela Palabra

Charo Jiménez

Ara, como el río, de Charo Jiménez: historia de lucha y dignidad

Comparto con vosotros un fragmento de Ara, como el río, novela sobre la lucha y la dignidad de la sevillana Charo Jiménez, quien en su niñez descubre que los libros guardan sueños y secretos extraordinarios. Filóloga Hispánica, profesora de instituto durante años, publica Trampantojo, su primera novela, en 2015. Dos años después cuenta la historia de Jánovas, un pueblo del Pirineo aragonés, en Ara, como el río. Su trabajo más personal, Cenizas y rosas (Triskel, 2020), trata temas tan delicados como la vejez, la muerte, el duelo y la superación del dolor, desde una perspectiva sanadora, profunda y llena de luz. Próximamente aparecerá una biografía novelada sobre Eulogio Serrano, personaje polifacético y muy querido en la ciudad de Sevilla.

El conejar

Jánovas es un pueblo fantasma desde que Antonio Santolaria murió y María pasa los inviernos en Barcelona con los hijos, abriendo la casa del pueblo sólo para la primavera y el verano. Entonces sí, para Paca es una fiesta. Regresa su amiga, pasan las vacaciones los de Manuel, los de Agustín y los de Pascual. Vuelven a veranear al pueblo que han tenido que abandonar, y se quedan en las dos únicas casas que siguen habitadas. Las calles despiertan con la algarabía de los críos, el río se acicala con su espuma más turquesa, los chopos danzan danzas alegres, las chicharras estridulan machaconamente con sus timbales, el aire acaricia las pieles desnudas… Pero aún queda para eso.

Estamos a finales de un otoño que parece invierno. Las calles andan encogidas por un frío presuntuoso/insolente/petulante/en-varado, el viento corta como una lanza de cristal, el río viste de gris, los chopos resisten solemnes el lamento de las hojas moribundas. Soledad, soledad y más soledad. Emilio sale muy temprano y vuelve al anochecer, pasa el día trabajando en Icona. Paca, sin más compañía que sus animales, no ceja en su empeño por mantener adecentada la casa y cuidar de los tres palmos de terruño agradecido que todavía dan algún fruto. La mujer se pasa media vida arrodillada en el río y la otra media escobando, cavando, desbrozando y defendiendo su fortaleza. Los hijos hacen ya fuera su vida, esa vida que sigue, aunque la madre se sienta enterrada en ella. Su existencia consiste en sobrevivir a un rosario de cuentas amargas enfrentándose a cuantos siguen empeñados en robarles los restos del naufragio, lo poco que les queda: su casa, deteriorada, sin luz ni agua corriente, pero en pie; el pequeño huerto de una tierra cada día más yerma; el conejar; unas pocas cabras, y su dignidad inquebrantable. La resistencia de los aragoneses es una realidad. Las aguas del embalse, no.

Esta mañana, Paca ha salido camino a Lacort para comprar algunos víveres —apenas les queda aceite, azúcar o café— y un jersey nuevo para Emilio —no se puede ir a forro por esos caminos boscosos—. No le gusta dejar sola la casa y son los hijos los que le llevan cada fin de semana cuanto necesitan, pero hay veces que tiene que ser ella la que se encargue. En el pueblo todos la conocen. Algunos la abordan directamente para preguntar: «¿Qué demonios pasa con el pantano, Francisca? ¿Es que no pensáis salir nunca de allí? Por ahí dicen que es por vuestra culpa que no se arregla esto de una vez por todas para hacer la presa. Pero ¿qué habéis hecho?»; otros murmuran a sus espaldas, los tachan de chiflados. Paca sabe muy bien cómo responder a tanta insensatez, pero hasta de eso está harta: «¿De qué sirve hablarle a una pared? ¡¡Serán ignorantes!! ¡Están ciegos!».

Al llegar de vuelta a su casa, no da crédito a la escena dantesca que contempla horrorizada. El conejar, su hermoso conejar, no es más que un montón de piedras. Parece el altar de un sacrificio maya —se ve que quedan aún algunos nostálgicos de aquellos días de la dinamita—. Esta ha sido la traca final. Derrumbe y sangre, tripas de animales despanzurrados han volado en todas direcciones. Una salvajada más que la hace estallar en lágrimas y correr entre las ruinas gritando como una loca.

—¿Ande estáis?, ¡canallas! ¡Dad la cara, cobardes! ¿Qué culpa tenían los pobres bichos, eh, qué culpa tenían? ¿Por qué no me pegáis un tiro a mí de una maldita vez? ¡Salid aquí si tenéis cojones! ¡Vándalos! ¡Asesinos! ¿Por qué? ¿Por qué…?

 

Pero no hay nadie para escuchar su dolor y su ira. Paca está sola, sola con su rabia, sola con su amargura, sola con su locura. Recuerda cuánto miedo pasaba de pequeña por cualquier insignificancia: el crujido de una viga en la noche, el aleteo de los murcié-lagos en la falsa, las tormentas… Ahora nada la asusta. Siente indignación, impotencia y tristeza, pero miedo no, contra eso la han vacunado de por vida. Las antiguas y queridas casas le muestran sus muñones, su herrumbre, la maleza que invade sus entrañas y las desborda, el cáncer terminal sufrido sin paliativos. Paca no puede dejar de correr y lanzar insultos, ¡lleva tanto aguantando! ¡Está cansada de tantas cosas!, de que les hagan tanto daño injustificado, de cada día pasado escuchando cómo llegan al pueblo a hacer rapiña, saqueando lo poco que queda y se les antoja: «Las mil y una, Emilio, que siento que vienen y entran y salen haciendo ruidos, arramblando con lo que les da la gana, así, con toda la impunidad del mundo, robando descaradamente puertas, balcones, losas… que nos han metíu vacas de Lacort na más que pa hacer destrozo, que…». Esa es la letanía que aguarda al marido cada noche. Él la escucha en silencio. Sabe que no puede decirle que ya sabe, que todos los días le cuenta lo mismo, que deje de atormentarse. Sabe que tiene que escucharla, que la mujer se pasa el día con la única compañía de sus bichos. Sabe que, si calla, revienta.

Cuantas más putadas les hacen más avivan sus ganas de quedarse y presentar batalla.

Paca sube hasta el cementerio. Es su refugio. Deja a la derecha la sombra lastimera de la iglesia, otra ruina, otro expolio. Recuerda a los tres curas jóvenes que pasaron por allí. «¡Qué poco duraron! En cuanto abrían la boca estupefacta para denunciar lo que estaba pasando: “Huy, pero esto no se puede consentir”, los trasladaban. ¡Hala!, humo. Mejor los de la vieja escuela, aquellos bien posicionados frente al pueblo, enquistados en sus privilegios: “Hay que llevar pollo al cura” aunque la gente se alimentara de mendrugos.» Los Frescos del altar van perdiendo la viveza del color, han arrancado el suelo de madera, el portalón románico con sus columnas de piedra se lo han llevado a Fiscal, la campana a Guaso, los Santos (que el pueblo pagó a prorrata después de la guerra) a Lacort, la pila bautismal ni se sabe.

Abre la cancela del camposanto y se tira de cara a la tierra. Llora desconsolada hasta quedarse seca. No recuerda cuándo lo hizo por última vez. Lleva demasiado tiempo conteniéndose por temor a que, si se deja llevar, si afloja la tensión que la mantiene entera, si abre, aunque sea una rendijita la espita que aguanta bloqueada, se partirá en mil pedazos, se desintegrará, se desbaratará como un castillo de arena empapado en lluvia, nunca volverá a ser la que es, la mujer fuerte, la aragonesa que agarra firme la bandera de su causa hasta plantarla ondeante en la cima conquistada. Sus muer-tos están allí. Sus abuelos, sus padres, su inocente hijo José… Escucha voces. ¿Son ellos quienes le hablan? ¿Sus seres queridos que se compadecen de su desdicha? Son sus recuerdos. El pasado que sale a su encuentro en un vendaval de sonidos, colores, olores, sabores, palabras que escapan del barro escarbado con sus uñas, un túnel de nostalgia de otro tiempo en el que se abisma liberando sus entrañas. Palabras calmantes que resuenan en su cabeza atormentada: leche, Marcelina, madre, vecinal, verde…

Leche

—¡Mama!, ¿cómo llamamos a esta?

—Busca en el santoral. ¿Qué día es hoy? Aunque, espera, es la hija de Marcela, ¿no?

—Sí.

—Pues entonces, Marcelina. No se hable más. ¡Ay, Montse!, mi querida hija… la inocencia de esa carita rolliza ante la pantalla del televisor del tío Paco en su casa de Broto la primera vez que vio a Heidi: «¡Mama, mama, esa soy yo! ¡Mira!, yo con las cabricas».

Solidaridad

¡Qué días aquellos! Todos a una, juntos como familia, con lo poquito que teníamos, pero todo de todos, que más valen patatas en reunión que perdiz en un rincón.

—¡As crabas hasta a fuente! ¡As crabas hasta a plaza!

Desde casa Chaquis hasta casa Manuel se pasea el pastor de turno al amanecer; hoy le toca a Javier. Trescientas cincuenta cabras lleva el zagal. Dura tarea subirlas a los montes vigilando bien que ninguna se le descarríe, pues bien sabe que le tocará volver a buscarla, menudos son los vecinos, aquí no se perdona un descuido, cada cual que arree con lo que le corresponde, y muy bien que hacen, y enseñar a los críos el valor de la responsabilidad y el trabajo bien hecho.

—¡Paca!, tu hijo tiene que darse la vuelta, me falta una. ¡Cagüenlá!

—¡Puya pal monte, zagal!

—¡Pero, mama!

—¡Parriba te digo! Y pegándote patadas en el culo que como te descuides te cae la noche y vas a volver como pollo mantudo.

El alguacil pasa con el cuerno, voceando:

—¡A vecinal! Mañana as ocho en a casa pueblo.

—Vecinos, a Antonio se le ha estropeau o tejao con el vendaval de anoche. Vamos a organizarnos.

O:

—Amigos, ha reventau una acequia. O:

—¡Ha caído árbol!

O:

—¡Se ha quemau o cuarto leña de casa Manuel!

—Yo voy por losa a La Solana.

—Yo a picar.

—Yo…

Por la tarde, reunidos otra vez a ver qué ha hecho cada uno.

—¡Agustín!

—Yo he ido.

—¡Miguel!

—Allí he estau.

—¡Eladio!

—No he podiu. Tenía tarea que no podía dejar. Ya pago jornal.

—Bien, hombre, lo empleamos pa material o pa fiestas. Ya hacemos cuentas. Ya sabes cómo funciona esto, nuestro seguro comunal es sagrao.

Mama

—Mama, deja que os aduye.

—Venga, todas las manetas son pocas. Nati y yo nos ponemos con el mondongo.

Longanizas, chorizos, lomo, butifarra, morcillas de arroz, masa de sangre, chicharrones, fritada, pan, especias…

Paca, agarrada a la tierra como los bojes, huele la infancia perdida. La cocina de su madre, las risas de su hermana Nati, las bromas de su padre le esponjan el alma.

—Muy bien, vete haciendo las rosquillas. Sabes, ¿no? Que queden tobas.

—¡Claro!

—Nati, tú pon en la lumbre el caldero de cobre para que hiervan bien.

—Yo las frío, mama. ¡Qué buenas nos van a quedar!, ¿verdad?

Papá y el tío Laureano asoman la nariz atraídos por el olorcillo que invade la casa.

—¡Mira, hermano, mira qué armario y qué mesillas de noche tengo!

—¡Qué oloreta!, como pa resucitar a un muerto, cuñada.

—¿Se puede probar algo ya?

—¡Mirad, langostos glotones, ya estáis saliendo de mi cocina ahora mismo! ¡Qué probar ni probar! Aguantaos las ganas o vais a probar lo que yo me sé. Y que no me gusta que me llames armario, marido, ¿ya se te ha olvidau?

—Ya marchamos, mujer, no te me encabrites.

Gallo

Cuando cinco mozos janovenses se juntaban en la cantina, lo que no se le ocurría a uno se le ocurría al otro. ¡Menudos erais, hermano Ramón!

—¿Y qué hacemos pues?

—¡Cagoendiós que esta noche comemos pollo!

—Pero ¿dónde a estas horas, animal? ¿Quién prepara pollo?

—Yo preparo. Por eso no hay de qué preocuparse. A ver, ¿quién va a por él?

—Si me dices pa dónde tengo que ir a buscarlo, yo voy.

—Pa casa Chaquis que los tiene bien gordos.

—¡Pero, hombre, que nos va caer manteca!

—Andad y no apuraos que ya me hago yo responsable. Como que me llamo Ramón Castillo que comemos pollo.

Y marchan los mozos.

—Oye, Quico.

—¿Qué pasa ahora?

—Que se me está ocurriendo una idea pa no tener que ir hasta casa Chaquis en to lo alto el pueblo.

—¿Qué idea?

—Pillar uno que el cabrón de Castillo está engordando pa Navi-dad y lo tenemos aquí al lao.

—¿Qué dices? Olvídate que entonces sí nos cae manteca.

—Tú no te apures que ni se va a enterar.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Mira que Castillo es muy avispau, que ese se conoce hasta de quién es cada pozal de agua del pueblo.

—Yo me hago responsable.

Y allá que llegan los mozos de vuelta a la cantina con el pollo trincado. Martín se mete en la cocina a las dos de la madrugada con el pobre bicho. Mata, pela, cuece y mete al horno con sus patatas, sus especias y su vino rancio. A las cinco de la madrugada hace la entrada triunfal en el salón con la bandeja y empezáis a jalar y a beber del boto.

—Muy flaco veo yo a este pollo. Me da a mí que no habéis subíu hasta Casa Chaquis.

—Que te paice a ti que los tenía gordos, pues ya ves… pero bueno está, ¿no?

—Pos más que pollo paice gallo. Y tú, ¿de qué te ríes, Quico?

—Yo qué sé. No parece de muy buena familia este bicho.

¡Ay, hermano! Y tú pasando revista con la mirada a los mozos que, entre el vino y las horas, ya no pueden aguantar más. Miras a los mozos y miras al pollo, al pollo y a los mozos, desternillados de risa ya.

—¡Pero qué cabronazos! que me habéis robau la cena de Noche-buena. ¡Cagüenmismulas!

¡Cuántas veces nos reímos a costa del dichoso gallo, hermano! ¡Qué buenos ratos!

Paca continúa abrazada a la tierra. La falla es cada vez más profunda. Ve la imagen de su padre.

¡Pobre papa!, te fuiste en un parpadeo. Tu corazón no pudo resistir más. ¿Te acuerdas de la figurita de barro que me regalaste antes de partir a la guerra? Mi amuleto, el pobre está ya pal arrastre, pero lo sigo conservando. ¡Te quiero tanto, papa!

Negro

—Llora, hija, no te aguantes las ganas. No hay nada que duela más que un hijo. Tu José se ha ido con tu padre y tu hermano, ellos lo cuidarán allá donde estén, que digo yo que en algún lao será, porque si no, ¿qué sentido tiene este valle de lágrimas? —Gregorio la mira escéptico—. Al menos no le ha dau tiempo a sufrir. Llegarán más hijos. Descansa.

¡Ay, mama! ¡Cómo echo de menos tus abrazos!

—Y al cura ni caso, a mi nieto le hago yo mismo el nicho y reposa en camposanto. Como que me llamo Gregorio Garcés, así será.

Blanco

—¡Paquitaa! ¡Mira Toni!, este crío tuyo va a pillar una pulmonía. Otra vez se ha quitau la ropa y corriendo lo llevas calle abajo, no le importa ni nieve ni nada. ¡Habrase visto la manía del crío tozudo!

—¿Y qué hago, hermana?, ya le he zurrau dos cachetes ayer y anteayer y mira de qué ha serviu.

—No sé qué decirte que hagas, pero que coge algo malo este crío como no pongas remedio, te lo aseguro ya. ¡Que no tiene más que tres años, madre mía!

—No te apures, Nati, este me ha saliu más robusto que un cachico. Anda, te dejo que voy a por él.

Verde

—¡Qué guapa estás hoy, moza! Esos luceros verdes van a volverme loco.

—¡Quita, quita, empalagoso! Que ya te veo venir, ya.

—Paquita, que me tienes sorbío el seso. Que estoy chiflau por tus huesos. Que no se puede ser más guapa.

—¡Shhh! ¡Calla, que nos va a escuchar mi madre!

—Pues vamos al pajar, que allí no nos escucha nadie.

—¡Acabáramos! Que no, Emilio, que ya sabes que conmigo no hay pajar que valga.

—Pero ¡Paquita, que ya vamos pa un año de fuente parriba, fuente pabajo y sanseacabó!

—Pues eso es lo que hay. Si buscas otra cosa, tas equivocau de puerta.

—Sabes que no quiero más puerta que la tuya, pero es que no me abres más que una rendija de nada. Sal, anda, que pueda darte un besico por lo menos. Que me vas a matar de hambre.

—¿¡Hambre!? Tú lo que eres es un laminero.

—¡Guapaa!

—¡Zalamero!

¡Ay, Emilio! ¡Qué felices hemos sido!

Paca comprende en ese instante que puede descargar su angustia, que puede llorar y seguir entera, que, cuando se levante de la tierra que acoge su cuerpo, volverá a la lucha con más fuerza si cabe, que no conseguirán doblegarla, que limpiará la escena del crimen y cuando llegue Emilio y suelte: «¡Aiba! Pero ¿qué?… ¿Por qué?», responderá sin aspavientos: «Porque son unos desalmaos, marido. Anda, lávate las manos y vamos a cenar».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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1 comentario en “Ara, como el río, de Charo Jiménez: historia de lucha y dignidad”

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