El día de hoy les comparto algunos poemas de Irma Torregrosa (Mérida, Yucatán, 1993). En ellos la mirada y el descubrimiento tienen un lugar central. Al leer estos poemas recorremos emociones como los celos al mirar la selfie de una chica a la que no se conoce pero con quien se comparte algo. En la segunda sección, Irma encuentra en el maquillaje y sus formas una muy interesante manera de llevarnos a varios momentos importantes de su historia. Como saben, personalmente adoro el maquillaje así que estos poemas le hablan directo a mi corazón. Ojalá les gusten tanto a ustedes también.
Cuatro poemas sobre el odio
I
La chica de la foto de perfil
que miro en la pantalla del teléfono
tiene las cejas como lunas entristecidas
y una sonrisa perfecta
no como decir cielo o perla
sino perfecta
como una jaula que encierra
entre sus labios
el sueño de un tigre blanco.
Ella ve hacia la cámara
y no imagina, que al otro lado,
hay alguien que realmente la mira.
II
Tenerle miedo a una fotografía
y aún así, mirarla.
Entrar en ella de golpe
y elegir el detalle en el escenario
la única mirada entre las otras
que nos hará olvidar cómo se duerme
y los modales que aprendimos en la infancia
Ver esa fotografía es encontrar bajo las uñas
formas animales de mirar.
III
Una mujer derrumba su cuerpo
al mirar una y otra y otra y otra vez
la fotografía de otra mujer con la que nunca se ha cruzado.
Una mujer toma un puño de sal
y lo tira sobre su corazón,
arde en silencio.
Una mujer piensa en otra mujer,
en su sonrisa colgada del cuello de un hombre
que dice amarla sobre todas las cosas.
IV
La chica de la foto de perfil y yo
no somos tan diferentes.
Incluso podríamos ser amigas.
Si fuéramos amigas, quizás yo no querría su sonrisa
más que en su boca y en los labios
de quien ella quisiera besar.
Si fuéramos amigas
quizás no quisiera arrancarle los dientes
a su fotografía.
Si nos conociéramos
no quisiera hacerle daño nunca.
Entonces, tomo el odio
y lo ahogo dentro de mi estómago.
Dejo de llorar.
Transfiguraciones
I
Una mujer saca un espejo en mitad de un autobús
repleto de pasajeros. Comienza a maquillarse.
En medio del desorden, su silencio crea
un espacio donde todo es vulnerabilidad.
La mano izquierda sostiene
el peso de su imagen, su rostro
perfectible, sus colores naturales.
Con la precisión de un corte se delinea
los ojos, cambia su temperamento
y su especie, por una más felina.
Saca una brocha pequeña,
toma el rubor y lo deposita con suavidad
en la parte alta de sus mejillas,
haciendo círculos se deshace del tedio,
se protege por si hoy las cosas no salen bien.
Toma un labial, repasa en sus labios un color
que he visto también en las últimas luces del día.
Se pone rímel. Abre más los ojos,
se asombra de ella misma
y guarda el espejo en la cosmetiquera.
La he mirado todo el camino, discretamente.
Quisiera tener su valentía. Cambiarse el rostro
frente a una multitud no es un milagro pequeño.
II
Siempre quise que mi primer labial fuera rojo,
pero me advirtieron que no sería bueno
llevarlo a la escuela ni a mis primeras salidas
con chicos; que el rojo decía cosas que no debían ser.
Mi madre me compró, entonces, un labial palo de rosa
que utilicé antes de ir a una comida en casa de mi primer novio.
A él le gustó ese brillo que daba a mi boca algo de fruta,
algo de ternura satinada, el jugo que asomaba en sus bordes.
Nos besamos de forma muy torpe y caímos
sobre el otro, en medio de la brusquedad, de la urgencia
que escucha en el ruido de la lavadora una canción de amor.
Regresé a mi casa con un pequeño ardor entre las piernas
y el color de mis labios arrastrado hasta las comisuras.
Esa fue la última vez que lo vi.
A veces me pregunto si me recuerda.
Si recuerda las llamadas de teléfono y la desazón
de los siguientes días, mis preguntas a los compañeros de la escuela,
a la maestra de la única clase que compartíamos.
Me pregunto si, como a mí, le habrá ardido el corazón
de tanta huida. Nunca supe por qué lo hizo.
Si lo único que pasó fue conocer los colores
de nuestro cuerpo. Hasta ahora me pregunto,
si el color en mis labios era el adecuado.
III
Cómo despedirse de quien sostuvo todos los adioses
que pronuncié antes.
Bastará, acaso, con romper la fotografía
de quien que ha visto a todas las otras irse a la basura.
O dejar de ver cómo mi vida se va separando de la tuya,
más allá de estar juntas, más allá de un labial
que me tardé días en escoger y que ya no usas.
Cómo volver a cuando el único vacío era el asiento que separaba
nuestras sillas en la preparatoria. O a las quejas de nuestros novios
y la vergüenza de los errores que juramos no cometer
de nuevo. Ojalá, alguna vez, hubieras visto cómo el sol,
al salir de la escuela, se colgaba de tus párpados
de las sombras cobrizas que utilizaste siempre
para romper las reglas. Tuve miedo de ser tu amiga
porque las normas me quebraron desde siempre.
Sin embargo, te quise y escuché todas las historias que tenías para contarme.
Por eso, ahora, me parece absurdo este cariño
con el que trato de alejarme, porque quiero recordarnos
siempre en ese espíritu adolescente. Por eso me voy en silencio.
Porque no existe forma de nombrar el abandono
que apenas se descubre. Y quizá sólo en tu nombre alcance
a acomodarse lo que todavía no alcanzo a pronunciar.
IV
Acomodo las brochas que utilizo para maquillarme los ojos
y las etiqueto por función. Sombras, corrector, difuminadoras
de diferentes tamaños y texturas. De nuevo tuve siete años
y puse mi nombre a todos los colores nuevos
con la esperanza de que aún me pertenecieran
al final del curso. De pronto recuerdo que no fui muy diestra
en colorear los estados de la república
sin salirme de los bordes, ni mis dibujos
estuvieron entre los más destacados.
Sentí miedo de ese clasificar las brochas, examinar
sus funciones y los lugares específicos del rosto
en los que debía usarlas y, aun así, hacerlo mal.
La belleza no es asunto de aplicarse como en la escuela
ni de aprender de memoria para qué sirve cada cosa.
La belleza nunca fue mi asunto, recuerdo.
Mi rostro nunca estuvo entre los más destacados.
Termino de acomodar mis brochas de maquillaje y temo
no ser digna de su suavidad, que los colores
se depositen en mis párpados como manchas,
de que las otras chicas dejen escapar sus risas cuando me miren.
La belleza no es asunto de aplicarse, me repito.
Y dejo todo dispuesto para el ritual, pero no hago nada.
Irma Torregrosa. Mérida, Yucatán, 1993. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Autónoma de Yucatán. Ha participado en los los cursos de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2011, 2012 y 2015. Es autora de Piélago (Cuadrivio Ediciones, 2020), libro ganador del Premio Hispanoamericano de Poesía San Román 2017. En 2020 recibió el Premio Estatal «Tiempos de Escritura», en la categoría de poesía, otorgado por la Secretaría de la Cultura y las Artes de Yucatán. Actualmente es beneficiaria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA), otorgado por la Secretaría de la Cultura y las Artes del Estado de Yucatán.
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