Vuela Palabra

La lengua de los osos polares de Sabina Orozco

El día de hoy les comparto un cuento perteneciente al recién publicado libro La lengua de los osos polares de la escritora mexicana Sabina Orozco (Oaxaca, 1993). En él, Sabina explora el deseo a través de las vivencias de diversas protagonistas jóvenes que, desde una mirada subversiva, nos enfrentan con nuestros miedos y obsesiones. Resulta imposible salir de estas narraciones sin cuestionarnos nuestra manera de concebir las pasiones que nos guían en la cotidianidad.

Andrea Muriel

El túnel que cruzamos juntos

 

Mateo apretó la palma de Romina como si temiera que ella fuera a desaparecer en el taxi. A ambos lados del camino había hileras de árboles que se enredaban en las alturas, formando un túnel de troncos y hojas. Las luces del auto destacaban el verde oscuro del follaje. Los dedos de Mateo cedían su tibieza a los de Romina. El saco que ella usaba no era suficiente contra el frío de la madrugada. Años antes le habría pedido a Mateo que la abrazara. El roce con su piel se había vuelto un trámite, hacía mucho que no se tocaban más que las manos. 

Se desnudaron por primera vez, uno frente al otro, en el baño de una galería. Habían ido a la inauguración de una expo que les entusiasmaba menos por las piezas que por la posibilidad de emborracharse o encontrarse a un amigo. Coincidieron cerca de unos audífonos colgados en una caja de plástico, él hizo ademán de que pasara primero. Ella se los puso, no se oía nada. Al quitárselos, Mateo le preguntó qué había escuchado. “Una voz, dice que me acompañes por vino”, bromeó. Copas más tarde, se encerraron en el baño de hombres a sacarse la ropa como si de eso dependieran sus vidas. 

El clima la estaba matando. Los árboles se hacían más grandes y frondosos a medida que el taxi avanzaba. De ida a la boda, Romina había percibido el trayecto menos largo. Anclada a la mano de Mateo, recordó las citas del principio, la emoción de esperarlo afuera del cine o de una estación, que apareciera entre la gente. Los museos, las cenas y las fiestas, amanecer con resaca. Los viajes, las cenas familiares, la mudanza, el departamento compartido. El café cargado o demasiado cargado que él preparaba.  El poco aceite que ella usaba para cocinar; por eso, según Mateo, el teflón de las sartenes se echaba a perder tan rápido. Los objetos revueltos en el piso de la habitación, en los libreros o el clóset, ¿si ella fuera una chica que recién conocía, no le daría vergüenza ese desorden? Las reuniones a las que Romina iba sola porque él se sentía cansado, aunque en el fondo sabía que Mateo no tenía ganas de charlar con sus amigos veinteañeros, a los cuales llamaba pretenciosos. Recordó la necesidad de ponerse muy borracha para soportar ese otro cuerpo encima de ella, cada vez más pesado. La tarde de Año Nuevo que Romina le pidió un tiempo, una semana o dos en casa de Zoe, sólo un rato para respirar, darse espacio. Por primera ocasión vio a Mateo a punto de llorar, rogándole que antes de eso lo acompañara el siguiente fin de semana a la boda de Adrián. Ella aceptó, no era grave, a todas las parejas les pasaba, saldrían de esa. 

Las luces del taxi apuntaron a una chica a la orilla de la carretera. El vestido le dejaba los hombros descubiertos. Sostenía sus tacones de las correas, caminando descalza entre la hierba. Mateo le pidió al taxista detenerse. 

—A esta hora es peligroso pararse en cualquier lugar —dijo él.

Romina insistió en que parara. El taxista obedeció, chasqueando la lengua. Mateo bajó la ventanilla, llamando a gritos a la chica de los tacones. Ella se detuvo y, al dar la vuelta, notaron el rímel escurrido en su cara. Romina la invitó a subir. La chica giró la cabeza a todos lados como cerciorándose de que sólo ellos la miraban, subió al asiento del copiloto y el taxista reinició la marcha. Mateo le preguntó si venía de la boda. Ella empezó a llorar. 

—Mi esposo y yo nos peleamos… 

—¿Dónde te estás quedando? —dijo Romina.

—En casa de mi cuñada. Pero no puedo hablarle porque él se llevó mi celular. 

Mateo le extendió el suyo.

—¿Quieres llamarle? 

—No va a contestar. 

—Puedes quedarte con nosotros —dijo Romina—. Hay un sillón grande en el cuarto, ¿verdad Mati?

Él asintió y observó a la chica como si nunca hubiera visto llorar a alguien. Romina le soltó la mano. Lo imaginó pasando los dedos sobre los hombros de la desconocida. La idea hizo que el calor que echaba de menos le recorriera la espalda. El taxista frenó de golpe en un tope nada visible en la oscuridad. Apagó el auto y, al intentar encenderlo, el motor sonó igual a alguien con dificultad para respirar. El taxista maldijo. Romina imaginó que, de entre los árboles, salía un grupo armado y en pasamontañas que le disparaba a los cuatro, los tirarían a la orilla de la carretera llevándose el auto y sus cosas. De ser así, moriría al lado de dos desconocidos y de la persona con la que había mantenido la relación más larga en su vida. Nunca más se acostaría con otros hombres ni haría cosas diferentes antes de cumplir treinta. El taxista logró arrancar. Romina notó cómo Mateo miraba de reojo a la chica de rímel corrido. 

En el hotel, los tres entraron a la habitación sin problema, la recepcionista estaba

dormida. Mateo fue al baño; la chica se sentó en el sillón, se talló los ojos como si quisiera alargar el negro de la pintura hasta las cejas. Romina sacó algodón y desmaquillante de la maleta. Se acomodó junto a ella y, sin pedirle permiso, le pasó el algodón por la cara. 

—Te ves feísima —dijo.

La chica le agarró la muñeca. A la distancia a la que estaban, Romina podía oler su

aliento a tabaco y alcohol. La jaló de los hombros, plantándole un beso. Mateo salió del baño y se detuvo junto a la puerta. Ambas empezaron a reír. Él se acercó al sillón.

—Quítale el vestido —dijo Romina. 

Mateo se quedó inmóvil un momento; luego, se puso detrás de la chica para bajarle el cierre y empezó a besarle la espalda. Romina lo había imaginado muchas veces en una situación similar, esa posibilidad la atraía y al mismo tiempo le sembraba un hueco en el estómago. Mateo la miró a los ojos como si le pidiera permiso para que la chica le quitara la camisa. Romina dio un par de pasos atrás, se mantuvo observando. Meses antes, había pensado que si se enteraba de que Mateo se acostaba con otra la invadiría el placer o la ganas de matarlo. 

Cuando ellos estuvieron desnudos, Romina dio media vuelta y salió de la habitación.

 

Sabina Orozco (Oaxaca, 1993). Escritora y editora. Estudió letras hispánicas en la UAM. Entre 2017 y 2019 fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa. En 2021 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven «Francisco Cervantes Vidal» con el libro Cosas que no contaré a mis padres.

 

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